Era el 9 de enero de 1968, cuando Kokichi Tsuburaya
se despertó. Desde hacía 4 años, cada mañana se levantaba sobresaltado. Aquel
sueño le perseguía. No podía huir de él. Estaba él, una recta, un estadio lleno
coreando su nombre y… el vacío.
En cada noche, pensaba que llegaría a meta
segundo y que no sería adelantado por el atleta que venía detrás. Pero no era
así, siempre llegaba tercero.
Discurrían los Juegos Olímpicos de 1964, Tokio como
ciudad organizadora y sobreponiéndose al desastre de la II Guerra Mundial, había
planificado unos Juegos para presentarse al mundo. Kokichi había participado en
los 10000 metros quedando sexto, pero aún tenía un sueño, la prueba reina, la Maratón.
Cuatro años antes, un desconocido Abebe Bikila, había conquistado descalzo el suelo romano.
Era una mañana fría, húmeda y la polución se hacía
notar. Kokichi ocupó su sitio en la línea de salida. A su lado, un espigado
etíope, el gran Abebe Bikila, esta vez, calzado. Kokichi contaba con su adaptación a la
climatología y sobre todo, contaba con el apoyo de los suyos. Se dio la salida,
y en los primeros kilómetros , los favoritos se fueron posicionando.
A partir del
kilómetro 30, la carrera se rompió. Era Bikila y los demás. No importó que unas
semanas antes estuviera en una mesa de quirófano poniendo remedio a su
apendicitis. Abebe era el rey y el resto de las medallas se las pelearían los
mortales. Los mortales iban cayendo, quedando en solitario como segundo, el samurai
Tsuburaya. Pasaban los kilómetros, con su correr enérgico y constante, no se le podía
escapar la gloria de ser el primero de los mortales.
Peligrosamente por detrás,
el plusmarquista británico Benjamin Basil Heatley, le iba acechando. Bikila, llegó al
estadio, el público en pie le recibió. Cruzó la meta consiguiendo la medalla de
oro y un nuevo récord del mundo. Tras cruzar la meta, como muestra de
superioridad, se puso a estirar.
El público comenzó a rugir, uno de los suyos
se acercaba al estadio. Kokichi Tsuburaya, entró al tartán segundo. Sólo le
quedaba una curva y una recta para devolver la gloría a su país. Unas pocas
zancadas y braceos y la presea argenta sería suya. A 200 metros del final, el británico
Heatley, el otrora recordman de maratón, le adelantó violentamente. Kokichi no
pudo seguirle. Entró tercero.
Kokichi sintió como una deshonra y una traición
hacia su pueblo quedar el tercero. Como buen japonés, Kokichi, estaba muy arraigado
a la férrea tradición nipona, creía y era fiel seguidor del código Bushido. Con la premisa de recuperar su honra, en los Juegos siguientes, los de
México, intentaría estar en lo más alto del podium. Para ello, sólo correría.
Apartó de su vida todo, a su familia, a su novia,
sólo entrenó. Las lesiones llegaron, en forma de tendinitis y de lumbalgia.
Pensó que él no podía permitirse el estar parado, sin entrenar, para conseguir
su sueño. Los fantasmas de la desesperación se adueñaron del corredor japonés. Porque
para Kokichi, el correr dolía, pero el no poder correr, mataba.
Aunque Kokichi había perdido el combate, decidió no
bajarse del ring, hasta esa fría mañana de enero. Comprendió que cuando se apagan los focos,
el único rival eres tú mismo y valoras si todo el esfuerzo para conseguir el
objetivo merece la pena. Aquella mañana, decidió tirar la toalla. No disfrutaría
jamás de los hanami en enero.
Kochiki, decidió dejar de correr… y de vivir. En su
mano cerrada, se encontraron la medalla de bronce de los Juegos de Tokio y una
nota en la que ponía “estoy demasiado cansado para correr más”…